domingo, 19 de agosto de 2007

Cannibal Corpse visual: THE TIME IS TO KILL NOW












El grupo estadounidense más destacado de death metal, Cannibal Corpse, se presentó el jueves de 16 de agosto, en Quito, ante dos mil personas. THE TIME IS TO KILL NOW dice el emblema del tour de una de las bandas más extremas de este género.

viernes, 3 de agosto de 2007

Miller, de semidios a insecto



Soy un zángano cuya única función es descargar
ezpermatozoos en la escupidera de la angustia...

La guerra mental es la historia de la división del alma...

Sensaciones que se dibujan entre dos polos, eso significa repasar las provocadoras líneas de Sexus, parte de la trilogía La Crucifixión rosada Sexus-Plexus-Nexus, del vanguardista estadounidense Henry Miller, el personaje de su propia novela, su autobiografía que raya esencialmente en una compleja lista de sensaciones viscerales y actos sexuales cuyo contexto, el absurdo del ser humano, apunta a una decadencia vácua en su condición urbana y a menudo histriónica.

En Sexus, Miller acaba convirtiéndose en una mascota, un perro “¡Guau, guau, guau!, ladré”, balbuceando en monosílabos cuyo origen onomatopéyico reducen la existencia de un dios a la de un insecto. De la manía a la depresión absoluta, Miller caminaba entre la incongruencia de sus impulsos y la coherencia de sus reflexiones. En Sexus acaba siendo un esclavo luego de un largo período conviviendo en la autoproyección egocentrista de un brillante escritor. Y eso que apenas se trata de la primera parte narrada en 1947 cuya saga termina en 1960.
Con un extraordinario declive concluye Sexus cuyo autor, maldecido simplemente por una absurda existencia, confluye en una apología del famoso Antoine Roquetin (La Náusea) en donde a partir de la instrospección la nada juega el papel protagónico.

Y Mara/Mona confluye en una simbiosis con esta grandilocuente decadencia. Mara/Mona es cien mujeres en una, la amante de Miller, el verdadero personaje de la mascarada de Henry. La Mara tanguista, la Mona actriz, mitológica y mitómana, la fuerza del ánima en el exacerbado ánimus en contraposición del espíritu “higadesco” de Henry Miller; de la genialidad psicopatológica libre de culpa del artista que sale a orearse de la alcantarilla en los momentos que le son útiles. Es necesario rendirse a sus pies pero termina siendo un abandonado perro consigo mismo. “Rendirse absoluta, incondicionalmente, a la mujer que se ama es romper todas las ataduras, salvo el deseo de no perderla, que es la más terrible de todas”. Para Miller, la Mara de sus primeras páginas es “una mujer que intentaba confiar su secreto, una mujer desesperada, que mediante el amor intentaba unirse consigo misma”, una histérica-histriónica, magullada y adornada para el teatro de la vida.
“No hay mujer que pueda follar tan salvajemente como la mujer histérica que ha vuelto frígida su mente”. Es la Mara exenta de racionalidad de quien se enamora Henry, es el antifaz y el traje de noche, ese el ser nada y cientos de personajes a la vez.

“El hombre cuya grandeza de corazón lo conduce a la locura y a la ruina es es irresistible para una mujer, es decir para la mujer a la que ama... en un mundo tan hambriento de amor no es de extrañar que los hombres y las mujeres se vean cegados por el encanto y el brillo de sus propios yoes reflejados”. Al amar desenfrenadamente a Mona, como la historia romántica de Tristán e Isolda, Henry se quiere a sí mismo, así ella se enfrenta, más que al amor de un hombre a un ego arraigado obscenamente a la tierra. “La amo, en cuerpo y alma. Es todo para mí y , sin embargo, no se parece en nada a las mujeres con que soñé, a esos seres ideales a los que adoraba de muchacho. No corresponde a nada de lo que había concebido en lo más profundo de mi ser. Es una imagen totalmente nueva, algo extraño, algo que el destino trajo como remolino por mi senda desde una fosa desconocida”.

Un explorador de lo femenino, eso es Miller, un admirador de Afrodita, un catador de los placeres de Venus, desde lo más lascivo y animal, desde lo salvaje y primitivo, hasta que cause hastío y naúseas... “la belleza de Melanie procedía de su naturaleza angélica; su demencia, de la carne. Lo carnal y lo angélico se habían separado y Melanie era inexplicablemente bella como una estatua que se demorona, estaba ya expirando en la frontera (había tipos histéricos que también conseguían aislar la carne, con lo que le daban una vida particular y propia, pero en su caso siempre era posible conectar el fusible, restablecer la corriente, volver a someter la mente a control, llevaban una persiana mental que, como telón de amianto en el teatro, podía desarrollarse en caso de incendio o como indicación de que se había acabado otro acto).
Melanie era como un extraño ser desnudo, a medias humano, a medias divino, que pasaba todo su tiempo intentando en vano subir del foso de la orquesta al escenario. En su caso poco importaba que estuviera representándose la función o que hubiese acabado, que se tratara de un ensayo, un entreacto o una sala vacía y silenciosa. Trepaba con la repulsiva seducción de los dementes en su desnudez”.

El centro del histrionismo, las mujeres; desde el punto de vista freudiano, la histeria. El personaje femenino es el punto de partida de sus placeres, la literalidad de las víscera, el inicio de la decadencia de Miller en sus magníficas descripciones que nos llevan a visualizar un agua de Seltz, un telegrama, o un cuadro de Chagall. Descripciones en medio de las piernas de una dama, sin atavismos ni cursilerías.

Como forma de vida, el existencialismo, sin boceto definido alguno pero perfectamente deletreado por los fluidos de conciencia de Miller, desemboca en los humores del cuerpo humano relacionados con las emociones y la cotidianidad hedionda de la vida en un lugar sucio, atorado de desperdicios y seres humanos mediocres. “Un hombre escribe para expulsar todo el veneno que ha acumulado a causa de su forma de vida falsa. Trata de recuperar su inocencia, y, sin embargo, lo único que consigue (escribiendo) es inocular el mundo con el virus de su desilusión”.La latencia del despecho.
“Si insistes en enfocar tus impulsos, acabas convirtiéndote en un coágulo de flemas. Al final, sueltas un gargajo que te deja completamente seco y hasta años después no comprendes que no era un gargajo, sino tu yo interior... El objeto de la disciplina es fomentar la libertad, pero la libertad conduce al infinito y el infinito es aterrador. Entonces surgió la consoladora idea de detenerse al borde, de poner en palabras los misterios de la impulsión, la compulsión, la propulsión, de dañar los sentidos en olores humanos. Llegar a ser enteramente humano, la encarnación del demonio compasivo, el cerrajero de la gran puerta que conduce al más allá y más lejos para siempre aislado”.

Nos trasladamos nuevamente del declive al pico y viceversa como un electrocardiograma infinito y rebosante de los latidos cuya misma variación compone una estridente melodía absurda. Miller nos conduce a la luz y a la oscuridad al mismo tiempo que nos enceguece con chispazos lujurientos que no poseen límites a la redonda. “Era una condición afectiva, horrible, aterradora, porque no conocía límites. Era un hartazgo o aguachirle despersonalizado, una resaca resultante de algún estado de éxtasis arcaico: el recuerdo residual de cangrejos y víboras, de sus prolongadas copulaciones en el cieno protoplasmático de eras perdidas en la noche de los tiempos”.

La posibilidad de llegar a convertirse en un ser humano se pone de manifiesto a la vez que se destruye por completo en una de las imágenes más dolorosas que Miller describe a fuerza de intensidad y sangre con la omnipresencia de la muerte, y la posibilidad de existir al mismo tiempo que de morir, el aborto, y no podía obviarse en la sexualización de su autobiografía. “En la cómoda, el doctor ha dejado el cuerpo del dolor de muelas de siete meses envuelto en una toalla. Es como un homúnculo, la piel de rojo oscuro, y tiene cabello y uñas. Yace exánime en la cajón de la cómoda, una vida arrancada de un tirón a las tinieblas y devuelta a las tinieblas. No tiene nombre ni ha sido amado, ni será llorado. Ha sido arrancado de raíz y, si ha gritado, nadie lo ha oído. La vida que tuviera la ha vivido y perdido en sueños. Su muerte ha sido simplemente otra zambullida, más profunda, en ese sueño del que nunca ha despertado”. Como si este fuese un episodio cotidiano en la arbitrariedad del mundo urbano, desenfreno de los descabellados coitos de la humanidad.

“...Un mundo de esperanzas mutiladas, de aspiraciones sofocadas, de inanición a prueba de balas. Un mundo en el que se debe pasar de contrabando hasta el cálido hálito de la vida, en que se troncan gemas del tamaño del corazón de una paloma por un metro de espacio, por una onza de libertad. Todo se combina en un paté de hígado familiar que se traga en una hostia insípida.... en el profundo sótano del corazón humano suena el doloroso tañido del arpa de hierro...”
Progresivamente se insmiscuye en un rincón imaginado de ángeles negros, a ese que acuden solamente quienes lograron percibir el paraíso en cuerpo más que alma; el rincón psicológico de Miller menoscabado en la genialidad de sus neuronas. Intensamente enlazado a la tierra mientras que lírica es su relación con el universo cósmico. Entre estos dos polos Miller elabora minuciosamente su tumba para enterrarse vivo con los ojos fijos en las estrellas, con una mano devorada por gusanos en una hinóptica visión del semiviaje a un mundo paralelo, donde no hay un ápice de mediocridad y de una salvaje y arrasadora cotidianidad. “Las estrellas brillaban intensamente. Me eché en el banco y las miré fijamente. Todos mis fracasos estaban unidos ahora dentro de mí formando un nudo, un auténtico embrión de frustración. Ahora todo lo que me había ocurrido me parecía extraordinariamente remoto. No tengo otra cosa que hacer que recrearme en mi indiferencia. Me puse a viajar de estrella a estrella”.

¡Guau, guau, guau!, ladré.

El idealizado dios desciende a los infiernos del lumpen cancerbero. De Miller solo queda el rastro de sus facciones pidiendo caridad y compasión, lo que sintió jamás en sus maniáticos picos. También es, como el describe, un gato anarquista, solitario y callejero, con los pies manchados de brea en un ardiente verano y un hilvanado corazón con una cuerda de yute. Adiós Mona, te verá levitando diez centímetros sobre el piso y te ladrará.