Hace ocho años, Ana sabía que su vida cambiaría
vertiginosamente y logró, a fuerza de lágrimas y un muy copioso dolor,
acostumbrarse a una existencia completamente distinta a la que tenía en el
tiempo y el lugar en el que ella había nacido: un país que ahora ya no existe;
un espacio al que ella jamás regresará, espacio ya ahora convertido en tiempo,
en unos retazos de patrones emborronados; tiempo tornado en olores domésticos,
de pintalabios brillantes y de colores fuertes, tiempo de un par de lentes con
menor medida a la de los que lleva ahora, tiempo más ingenuo, tiempo femenino,
tiempo fértil, tiempo de pérdidas. Logró acostumbrarse (porque a todo una se
acostumbra). A la larga, una se adapta, y la vida vuelve a su curso ordinario,
o es que quizá ella nos vuelve a todos ordinarios; más atentos, pero ordinarios.
Tal vez lo segundo sea lo más acertado: en medio de la incertidumbre, lo que
nos sostiene quizá sea una ordinariez básica que de ningún modo equivale a
ignorancia, sino a simplicidad (sagrado término, como Ana lo ve). Mientras más
simple la vida es, está Ana más feliz, escondida en un nombre que nadie reconoce
y en un potente silencio que resulta en un chirriante bramido para los oídos de
quienes jamás han interactuado con ella. Ana se había acostumbrado a la nieve y
la sal de la Nueva Inglaterra, a su humedad, que nada tiene que ver con el
trópico sino con los vientos que rozaron las galeras de los colonizadores
ingleses. Esa humedad en muchos veranos hacía que su blusa se pegara a su piel
morena en las calles de una ciudad en la que no sabía reconocerse en nadie,
hasta que poco a poco Ana se había ya acostumbrado. Mi Ana se había enamorado y
en esa ciudad era inmensamente feliz. Ana me dijo una vez que siempre ha creído
en la simplicidad y en que cualquier nimia experiencia momentánea nos convierte
en seres ufanos. Tiene sentido porque Ana ha sido sobre todo muchas risas; ante
cualquier cosa, risas hasta que alguien más no lo tolerara. Y de hecho se lo
hacían saber cuando Ana reía obcecada y hasta, al parecer, sin sentido. Se lo
decían para que parara con esos aullidos más animalescos que humanos, más
“anescos” y simples, a la vez que crujientes y profundos, que revelaban la inmensa
pasión de Ana. Nunca conocí a nadie como ella, y quizá no vuelva a enamorarme
nunca más de la mujer que cambió tanto después de esos ocho años.
Ana ya no era la misma, pero algo en sus ojos develaba la
esencia de una persona que nunca se dejó caer aunque pareciera ahogarse en un
río de lágrimas y sudores de las
desesperanzadas mujeres que conoció a lo largo de su vida. El tiempo volvió a
ser doméstico; tiempo que peligrosamente pudo haberse infectado de sinrazón y
sinsentido, inadecuadamente desapasionado, tiempo muerto. Conozco a Ana. Sé que
ella primero moriría antes que sus días se tornaran anodinos, o peor, muertos.
Seguramente aún Ana estará buscando la ruta que sigue luego de concluida la
travesía que la hizo dejar el país que ahora ya no existe, pero sé que esa
experiencia puede tomar la vida entera y pocos se embarcan en el camino que
creen correcto.
Conozco lo que significa estar en un entretiempo dejando atrás
unos cuantos años de muchos libros y escritura académica, y dejando adelante
una vida incierta, que Ana preferirá ver como hermosa aunque sumida en su
silencio y en lo que implica tratar de ser simple.
Te quiero Ana, los
entretiempos también son caminos.