jueves, 17 de mayo de 2018

Sippewissett

Sippewissett[1]
(by Paola) 

Iris de agua verde
que fluye, late, palpita
y va al mar de una osada curiosidad.
Ojos cansinos, lacrimosos, tristes,
agua verde que se mueve
al son de un péndulo cristalino,
de mirada profunda,
Sippewisset,
Sippy, Sipino,
de profunda mirada,
una laguna en tus ojos,
Sippy.
Ningún gemido,
cansancio solo cansancio,
en el galope de un corazón agrandado
que no pudo más
que no puede más
que no podrá más.

Sippy, corazón de niño,
Sippy, en la eterna búsqueda
de una madre perdida,
Sippy making biscuits
para comérselos con leche.
Bigotes largos, blancos, Fu Manchú;
independencia poca, apego en demasía.
Sippy, atormentado,
ronroneante y desesperado,
en el hombro de tu madre-padre:
tu madriguera, nido, refugio.
Sippy-Will, Will-Sippy.

La belleza de cada mañana:
Los rayos de sol
iluminando las rayas de Sippy,
brillante y eterno,
tiempo detenido
in whiskers and strippes.
Duraznito, gato romano.
Mi pequeño durazno,
Gato-ángel, gato-demonio,
soberano de la inconveniencia,
perseverante, necio, destructor.

Iris de agua verde
que no veré más,
mirando al infinito
ayer cerré tus ojos.



[1]Sippewissett” es una palabra del idioma Wampanoag  que significa “laguna”.

sábado, 11 de noviembre de 2017

Soundtrack

La banda sonora de mi despedida: esos ruidos sordos de la TV que están en la habitación contigua a la mía junto con ese olor tan único de anochecer a las 6.38 pm. Afuera, el perfil majestuoso y fantasmal de las montañas que parecen morir y morir. Y mi dolor de no volverlas a ver aparece.
Dolor porque el tiempo pasa y con él morimos de a poco,
dolor de tráfico imposible (de ese atolladero de lágrimas y hastío),
dolor porque esta ciudad ya no me pertenece,
ya no alcanza en los bolsillos de unos pantalones flojos caminando en un espacio cualquiera en 1998…
Dolor de 10 grados centígrados más y de tristeza de un veranillo poco bienvenido.
Dolor porque morí en esta ciudad,
muriéndose también ella cuando decidí irme.
Dolor por los que están por irse y para quienes la ciudad se va desvaneciendo en su cuerpo, en sus arrugas, en su mirada quimérica.


Oigo una canción en la que escucho mi regreso…saudade, sehnsucht, homesick. Pero retornar a un espacio medio-vacío-muerto me salta a un tiempo desconocido en el que ya no calzo, pero del que absurdamente tengo nostalgia.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Retirada

Querida Ana: Trato de dar una explicación a tu ausencia en mi vida, a tu falta de atención y a tu autoaislamiento, pero en realidad no encuentro causa sustancial alguna. Te imagino debajo de la coraza de Atenea luchando tus propias guerras y concibiendo estrategias, nada fáciles, para superar lo que quizá ahora estás enfrentando y que has decidido esconder. Has pasado a conformar la lista de mujeres que protagonizaron tardes y noches de mi existencia que, por una razón u otra, ya no son parte de mi círculo íntimo ni cómplices de desconsuelos y pesares, ni confidentes de amores furtivos. Esos que se hicieron humo y que si valieron algo fue por la intensidad de una misma en su sola presencia de cerilla que se apaga en el instante en que se prende. Pero, vaya, resulta complejo indagar en la mente de esas mujeres que me dejaron cuando más las amaba, cuando más estaba dispuesto a desnudarme y que me vieran tal como era yo. Aunque, en lo más profundo, creo que fuiste la única mujer que supo indagar mi propio ser. Corrígeme si me equivoco.
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A Ana le había llegado una carta, fechaba 25 de julio de 1985. La leyó hasta la palabra “equivoco” y luego la hizo añicos, como si su rumor al desdoblarla la hubiese dejado sorda y la textura del papel violeta hubiera hecho sangrar las yemas de sus dedos flacos. Ana estaba demasiado débil. Recientemente había sufrido una infección molar por la que el dentista italiano del barrio en que vivía le había recetado unos antibióticos fortísimos de amplio espectro que le causaban un inquietante estupor. Esto, por supuesto, le impedía a Ana escribir y en su frustración de no poder completar un largo poema que llevaba meses escribiendo recibió aquella misiva que jamás hubiera pensado que llegaría. Pero llegó. Ana no pudo leerla completamente, pero tampoco logró olvidarse de ella. Y esto es lo único que podría contar yo porque no sé que ocurrió después. Ana también se desvaneció de mis días.

Indago a Ana, pero como el autor desconocido de la carta, desconozco el porqué habría de dejar a alguien a quien ella también amaba. Estimo que es fácil cansarse de la humanidad, así como fácil es causar decepciones a nuestros más allegados con nuestra retirada. Si hubiera estado ahí para hablar con Ana, le hubiera recomendado persistir, en no romper esos lazos que no se repiten, en abrirse con su dolor interno y mudo, y en mostrar auténticamente su rebeldía; la misma que en algún momento todos llevamos en el interior, pero que nos causa miedo de que, al exponerla, nos arrastre a los estrados de los juicios sociales. Estrados, por supuesto, imaginarios.


Pero quien te juzga hoy soy yo. Perdóname por hacerlo, Ana.

jueves, 27 de julio de 2017

París, mon coeur

Ana pensaba que era demasiado triste recorrer con su memoria los pasadizos desolados y lluviosos de París, pero los recordaba sin poder evitar personificarlos en la imagen de una mujer taciturna, solitaria y un poco loca (de esas que acumulan bolsas de plástico para cada objeto que portan). Ana, que huía de los atiborrados rincones de turistas que iban en pos del romantizado París, el de Jean Pierre Jeunet, nunca conoció ese París acaramelado y variopinto que alguna vez boceteó aquel director. En realidad, Ana había visto demasiadas ciudades en una sola construidas con los decadentes edificios de Detroit, y adornados de esculturas griegas y vitrales góticos. Lo que recordaba Ana era, sobre todo, esa inmensa tristeza que se cernía sobre la ciudad con cada gota de lluvia que caía durante la tardes de abril de hace exactamente cuatro años.
Con esos recuerdos, Ana acaba de encarnar a París en una mujer de mediana edad que todavía conserva una belleza lozana, una mujer que es difícil de abordar, hermética en su aguda sensibilidad. Está tan ensimismada que es incapaz de tener una fluida conexión con el mundo de afuera, o con nosotros, los latinoamericanos, que nada tenemos que ver con París si no fuera por nuestro enlace con su artificiosa referencia acuñada por escritores y cineastas. - “Creo que París no existe”, me musita Ana. Pienso que no existe sino como el corazón de esa mujer que Ana acaba de crear. -“Veo una mujer llorando, terriblemente triste, y su tristeza me conmueve increíblemente. Tengo compasión de la chica que fue esa mujer en su imposibilidad de quererse y encontrarse. Creo que lo lleva por dentro es una inaudita agresión a sí misma. Quisiera salvarla y con ella salvar un poco de esta humanidad perdida”.
Ana no sabe que en el fondo, de alguna extraña manera, se refleja en esa mujer y que al querer protegerla anhela recobrar el sentido de una ciudad fragmentada por aquellas referencias fantasmales que nunca existieron. Yo también veo en esa mujer, de quien Ana no deja de hablar, una extrañeza intrincada en un cuerpo blanco y escuálido, que simboliza una ciudad enferma en la que los mismos parisinos ya no quieren vivir.

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A Ana le duele el cuerpo de esa mujer, el cuerpo de París, débil, anoréxico, con sus venas azules sobresaliendo por la piel seca de sus piernas, y habitado de seres que no existen. Yo la peinaré, le pintaré los labios de rojo, le pondré un hermoso vestido y la sacaré a pasear con sus mejillas expuestas al viento salado del verano que estoy viviendo. No será más París. Sufrirá, pero ya no será un fantasma, será el puro corazón que imaginé. Coeur.

martes, 13 de junio de 2017

Ana, silencio

Hace ocho años, Ana sabía que su vida cambiaría vertiginosamente y logró, a fuerza de lágrimas y un muy copioso dolor, acostumbrarse a una existencia completamente distinta a la que tenía en el tiempo y el lugar en el que ella había nacido: un país que ahora ya no existe; un espacio al que ella jamás regresará, espacio ya ahora convertido en tiempo, en unos retazos de patrones emborronados; tiempo tornado en olores domésticos, de pintalabios brillantes y de colores fuertes, tiempo de un par de lentes con menor medida a la de los que lleva ahora, tiempo más ingenuo, tiempo femenino, tiempo fértil, tiempo de pérdidas. Logró acostumbrarse (porque a todo una se acostumbra). A la larga, una se adapta, y la vida vuelve a su curso ordinario, o es que quizá ella nos vuelve a todos ordinarios; más atentos, pero ordinarios. Tal vez lo segundo sea lo más acertado: en medio de la incertidumbre, lo que nos sostiene quizá sea una ordinariez básica que de ningún modo equivale a ignorancia, sino a simplicidad (sagrado término, como Ana lo ve). Mientras más simple la vida es, está Ana más feliz, escondida en un nombre que nadie reconoce y en un potente silencio que resulta en un chirriante bramido para los oídos de quienes jamás han interactuado con ella. Ana se había acostumbrado a la nieve y la sal de la Nueva Inglaterra, a su humedad, que nada tiene que ver con el trópico sino con los vientos que rozaron las galeras de los colonizadores ingleses. Esa humedad en muchos veranos hacía que su blusa se pegara a su piel morena en las calles de una ciudad en la que no sabía reconocerse en nadie, hasta que poco a poco Ana se había ya acostumbrado. Mi Ana se había enamorado y en esa ciudad era inmensamente feliz. Ana me dijo una vez que siempre ha creído en la simplicidad y en que cualquier nimia experiencia momentánea nos convierte en seres ufanos. Tiene sentido porque Ana ha sido sobre todo muchas risas; ante cualquier cosa, risas hasta que alguien más no lo tolerara. Y de hecho se lo hacían saber cuando Ana reía obcecada y hasta, al parecer, sin sentido. Se lo decían para que parara con esos aullidos más animalescos que humanos, más “anescos” y simples, a la vez que crujientes y profundos, que revelaban la inmensa pasión de Ana. Nunca conocí a nadie como ella, y quizá no vuelva a enamorarme nunca más de la mujer que cambió tanto después de esos ocho años.
Ana ya no era la misma, pero algo en sus ojos develaba la esencia de una persona que nunca se dejó caer aunque pareciera ahogarse en un río de lágrimas y sudores de las desesperanzadas mujeres que conoció a lo largo de su vida. El tiempo volvió a ser doméstico; tiempo que peligrosamente pudo haberse infectado de sinrazón y sinsentido, inadecuadamente desapasionado, tiempo muerto. Conozco a Ana. Sé que ella primero moriría antes que sus días se tornaran anodinos, o peor, muertos. Seguramente aún Ana estará buscando la ruta que sigue luego de concluida la travesía que la hizo dejar el país que ahora ya no existe, pero sé que esa experiencia puede tomar la vida entera y pocos se embarcan en el camino que creen correcto.

Conozco lo que significa estar en un entretiempo dejando atrás unos cuantos años de muchos libros y escritura académica, y dejando adelante una vida incierta, que Ana preferirá ver como hermosa aunque sumida en su silencio y en lo que implica tratar de ser simple. 
Te quiero Ana, los entretiempos también son caminos.