Querida Ana: Trato de dar una explicación a tu ausencia en
mi vida, a tu falta de atención y a tu autoaislamiento, pero en realidad no
encuentro causa sustancial alguna. Te imagino debajo de la coraza de Atenea
luchando tus propias guerras y concibiendo estrategias, nada fáciles, para
superar lo que quizá ahora estás enfrentando y que has decidido esconder. Has
pasado a conformar la lista de mujeres que protagonizaron tardes y noches de mi
existencia que, por una razón u otra, ya no son parte de mi círculo íntimo ni cómplices
de desconsuelos y pesares, ni confidentes de amores furtivos. Esos que se
hicieron humo y que si valieron algo fue por la intensidad de una misma en su
sola presencia de cerilla que se apaga en el instante en que se prende. Pero,
vaya, resulta complejo indagar en la mente de esas mujeres que me dejaron
cuando más las amaba, cuando más estaba dispuesto a desnudarme y que me vieran
tal como era yo. Aunque, en lo más profundo, creo que fuiste la única mujer que
supo indagar mi propio ser. Corrígeme si me equivoco.
____
A Ana le había llegado una carta, fechaba 25 de julio de
1985. La leyó hasta la palabra “equivoco” y luego la hizo añicos, como si su
rumor al desdoblarla la hubiese dejado sorda y la textura del papel violeta
hubiera hecho sangrar las yemas de sus dedos flacos. Ana estaba demasiado
débil. Recientemente había sufrido una infección molar por la que el dentista
italiano del barrio en que vivía le había recetado unos antibióticos fortísimos
de amplio espectro que le causaban un inquietante estupor. Esto, por supuesto,
le impedía a Ana escribir y en su frustración de no poder completar un largo
poema que llevaba meses escribiendo recibió aquella misiva que jamás hubiera
pensado que llegaría. Pero llegó. Ana no pudo leerla completamente, pero
tampoco logró olvidarse de ella. Y esto es lo único que podría contar yo porque
no sé que ocurrió después. Ana también se desvaneció de mis días.
Indago a Ana, pero como el autor desconocido de la carta,
desconozco el porqué habría de dejar a alguien a quien ella también amaba. Estimo
que es fácil cansarse de la humanidad, así como fácil es causar decepciones a
nuestros más allegados con nuestra retirada. Si hubiera estado ahí para hablar
con Ana, le hubiera recomendado persistir, en no romper esos lazos que no se
repiten, en abrirse con su dolor interno y mudo, y en mostrar auténticamente su
rebeldía; la misma que en algún momento todos llevamos en el interior, pero que
nos causa miedo de que, al exponerla, nos arrastre a los estrados de los
juicios sociales. Estrados, por supuesto, imaginarios.
Pero quien te juzga hoy soy yo. Perdóname por hacerlo, Ana.
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