sábado, 16 de enero de 2010

Frío

Las gotas se congelaban antes de rozar la tierra y ella volaba, rumbo al este, luego de un terremoto. Llevaba una chaqueta de cuero con cierres y ya hace tiempo que había dejado de fumar, con la intención vanidosa de no empañar el aroma del perfume que se había comprado en Moscú. La temperatura fuera del avión era de -5 F, cuando un humano recibe una bocanada de aire que le adormece el cerebro hasta sumirlo en un profundo sueño en estado consciente. Tanto el frío como el calor adormecen, por eso tal estado soporoso le recordaba al último verano desértico evitando la canícula a fuerza del aire acondicionado de los absurdos y saturados centros comerciales. Huía del terremoto esta vez. Fue un desastre que le desmoronó el alma.

Viendo doble se imaginaba un Aristoff en sus dedos y el placer de la nicotina se disparó por sus venas. En vez de fumar, comía, y cuando no comía, tenía sexo, y cuando no tenía sexo, dormía; cuando no dormía, miraba por la ventana sentando su quijada en el alféizar y sintiendo un vientecito agitar algunos cabellos que le caían hacia la frente. A veces se tomaba del mentón, y veía los gatos y vagabundos en pleno monólogo luego de una noche de licor barato. Y ahora lo único cierto era la ventana de la aeronave y los cientos de millones de arbustos que pasaban pintando algo así como una materia infinita terracota impresa en la eternidad del universo. Desde el aire el planeta se trastoca, se vuelve un conjunto de depresiones blanquiverdes, pensó, en ese invierno que se pensaba que nunca fuera a terminar.

Es inaudita la distancia. La distancia y el frío que conforman una sustancia química que altera la biología del cuerpo triste convirtiéndolo en una masa yerta que no se inmuta ante lo más mínimo. Los átomos del polvo envejecen ante la posibilidad de la conmoción que quedó en el pasado. Con el frío ésta se desvanece, se vuelve niebla, se la respira, pasa por los alveolos de los pulmones y se fuga por las aletas de la nariz. Por la sangre jamás recorre, ni siquiera asciende al cerebro.

La distancia fue trazada hace miles de horas cuando se decidió por la prosa y en poemas que no tenían patas ni cabeza. Dormía poco, cuando podía recostar su cabeza en un amarillento almohadón de plumas sintéticas que olía a ese perfume siempre comprado en Moscú. Su padre había nacido en Moscú y nunca conoció a su madre. Solo supo de ella que era tan hermosa como los personajes aristocráticos femeninos de Tolstoi y del temple de aquella que se lanzó a las vías del tren. No hablaba ni una gota de ruso, el único recuerdo de su niñez era un sombrero de Siberia, el mismo que alguna vez vi puesto a una prostituta en una película de Stanley Kubrick.

Ya nada me sorprende, el frío hace que entierre las piernas en la nieve y sienta el placer de la inmensidad. Ella sueña con piscinas y agua, permanece en la superficie flotando y jamás se ahoga aunque no sabe nadar; yo trato de alcanzarla, sin embargo se escapa. Me huye. Yo quiero ese sombrero.

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