domingo, 10 de abril de 2011

Leda

Recuerdo haber sido dos personas. Una que flotaba, que se trasladaba mágicamente de un continente a otro, al imperio del Sol, a las islas vírgenes, a los orígenes del universo, que veía los minerales, algas, estalactitas, estalagmitas, glaciares, bosques lluviosos, caracolas y fósiles. Mi lazo con lo telúrico es por esta una, esta una que no deja de ser la misma que todas las mujeres del universo. La otra está acá conmigo, está y no está, es esa que vive, la que vive de la nada, la que toca un piano de cola en el crepúsculo de Essex, la que tiene crinolinas manchadas de neftalina y el corsé de ballena roto de ambos lados. Una hilera de cipreses adornaba aquel camino de tierra y el coche jalado por dos caballos negros llevaba a Víctor, el esposo de Ana. Esa otra era la que deseaba ser como Ana o como Obdulia. Ana siempre fue esa, esa que era inocente, de alma de niña, casi una nínfula y trasmitía malos pensamientos a los hombres sin intención. Se mordisqueaba las uñas porque era muy nerviosa y se relamía los dedos luego de comer arándanos en forma de corazón, ella era una piedra en el zapato, el corte en la respiración, el doble parpadeo, la gota de sudor… Le vi rascarse la espalda y un suave vello apareció debajo de su blanca axila, vi que él la veía. En mi sueño, se transformó en la una que flotaba y que fue a dar en un acantilado con la espuma en sus pies y pececitos de colores rodeando su carne. Yo era esas dos personas, ahora no lo sé, soy todas ellas y soy nada, soy todas ellas y Clitemnestra, Leda y Filis, y una que cada sesenta días balbucea escribiendo algo…

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