domingo, 11 de mayo de 2008

De la patada china a Prozac Nation


Acabo de congeniar con Elizabeth Wurtzel y su sitial como escritora de la generación X, camisa de franela y happy pill. Hace 120 minutos salí de las que solían ser frenéticas horas de trabajo y que ahora se han convertido en la mayor esclavitud que transforma en una cuadratura absurda a las horas valiosas de mi existencia. Estoy más ciega y tengo conjuntivitis, 1.75 en el ojo derecho y 1.50 en el izquierdo, todo por leer 15 páginas de siete módulos de un medio famoso aquí, sobre todo por su mediocridad, qué ironía.

Wurtzel, una escuálida fanática de Bruce Springteen, ha copado los momentos vacíos de una diversa sala de redacción, destacada más por su parquedad que por una competencia, común en otras redacciones a las que he entrado en donde brillantes intelectuales se dan de quiños por ocupar un puesto como el de redactor de la sección cultura. Wurtzel fue periodista de una sección de artes, light sobremanera, la mayor fortaleza de una generación que tiene algo diferente que ofrecer, una lucha por ganarle al día: cepillarse los dientes, peinarse, comprar el lunch, y ser tan infeliz como para cortarse la piel y dejarse cicatrices dignas de verse en una película cuya protagonista es una borderline. Wurtzel, digna también de estar en la contratapa de su propio libro o portada de la revista Seventeen, es la fiel representante de la gringa que ya no se presta a digerir viejos problemas ni siquiera los nuevos, quizá de las generaciones que han vivido de cerca cientos de divorcios, familias disímiles y comodidad en exceso. Bored Generation, generación abúlica, Kids, Smashing Pumpkins…

Prefiero a Wurtzel que cansar los músculos de mis ojos leyendo acerca de la supertendencia de bancos o el Mandato 2 de la Asamblea aquí en mi país, Wurtzel escribiendo sobre sí misma y sus alusiones a la depresión, sus nimiedades, que son la confluencia de la búsqueda de un problema existencial. Desde esos años, los noventa, creo que ha sido eminentemente necesario en los países primermundistas crearse los problemas existenciales para tener de qué quejarse o de qué hablar o no hablar. No obstante, definitivamente leer sobre la vida de alguien resulta mucho más interesante que tratar de corregir los errores de sintaxis de una nota de actualidad, mal escrita, tan mal escrita que lastima los ojos solo de verla a grosso modo.

Lizzy se cortaba la piel en el gimnasio de su colegio, se había ido su padre de la casa; un acontecimiento que ahora podría ser un lugar común en la vida de cualquier personaje de una novela. Desde ese punto el personaje, Lizzy, Elizabeth Wurtzel, Eli, quedará sumida en la búsqueda de un lazo dependiente masculino. Ese es el problema recurrente de las mujeres de la actualidad, los junguianos aseguran que era predecible puesto que la liberación femenina produjo una fragmentación en la vida de pareja, que ya empezó con la madre de la propia Wurtzel.

Me engancha la vida de una neoyorquina inteligente cuyo gustos musicales son los que sobresalen en las conversaciones: The Gogo’s en la boca rosa de una chica criticando el pantalón chicle de una adolescente de los años ochenta, la boca de Elizabeth Wurtzel, que se convirtió en columnista de la Rolling Stone. Envidiable y roquera, y como se encontraba en el país de las maravillas, hizo dinero, pero criticó al gobierno que le dio de comer. Fundamentalista con sus propias ideas, eso sí.

Me parece que era tan delgada porque su único alimento era el Prozac, que es tan exactamente igual a la búsqueda de las bondades del XTC, famoso ya en los ochenta. El eslogan de Wurtzel pregonaba con lágrimas que la vida es una mierda pura y que ella era más mierda por la manera como afrontaba toda la mierda que la vida le proveía.

Veo con tragedia a mis compañeros de trabajo, los que pronto ya no serán, que con desfachatez demuestran sus fortalezas y esconden las mismas frustraciones que yo siento pero que debo eliminar como vísceras escupidas por mi boca. A lo mejor el trabajo sí es el matadero, como se refería el personaje que alude al violador Camargo Barbosa, en la nouvelle El Secreto de Xavier Vásconez, al trabajo que le tocó desempeñar alguna vez en su vida, encima en un ministerio público. El matadero, donde día a día debes luchar y tener trinchera para no ser bombardeado por las propias equivocaciones que muchas veces ocurren por falta de motivación. Allí matas poco a poco un espíritu ávido de crecer pero es ahí donde demuestras el carro último modelo o tu culito bien parado.

Somos un trabajo. La mayoría somos lo que “hacemos en la vida” y si abruptamente dejamos de hacerlo, nuestra vida deja de ser vida. Es el espíritu racional de la época en la que el amor ha perdido su lugar. El amor se ha inferiorizado. ¡Primero ten tu carrera y tu dinero, cásate establemente!, rezan los consejos de quienes, como borregos, forman parte de los seguidores de la presunta racionalidad. Y así les veo y hasta siento pena de mí por no poder compartir sus mismos enfoques, por frustrarme de estar encerrada en un solo lugar a merced de las órdenes de unos cuantos déspotas tontos vivos que se creen la gran caca, y desesperada por ver a mi novio para tener unas “horitas de amor”. Wurtzel se hubiera tirado de los pelos en “esta” redacción, ella es tanto más desenfrenada que una misma.

Entro al baño de luz de neón, lo que resalta aún más las ojeras de una dormida a las 4 de la mañana de un domingo y supuestamente dispuesta a levantarse con energías para trabajar en el domingo que se celebra el Día de la Madre en el mundo. Mis ojos están como inyectados de sangre, con una conjuntivitis que quise curar comprando garamicina en la farmacia de la vuelta de mi casa, qué espantosa estoy y sin embargo satisfecha de que exista Wurtzel para consuelo mío y de las mías, y de que una tenga aún el libre albedrío de renunciar a un trabajo ya que no le afectará a nadie más que a mí. Trabajaré en pijama, lo juro, con el jugo de naranja, aroma de café y gato sentado en las piernas.

“My depression did not occur in a vacumm, nor did it eradicate my urge and desire to get better if there was an earthly way to do so. As my mind seemed to slow-drip out of control, I was still able to contain some of the loss, to make use of the geeky A- student discipline I had cultivated over the years. I kept it all within the realm of something happening to a girl who still manages to wear designer jeans, who is still interested in applying purple mascara and turquoise eyeliner before leaving the house in the morning…”